PALMA por Ane Zubieta

 


Hace un tiempo, cuando comenzó todo esto de la pandemia mundial, vivía en Palma de Mallorca. Llegué allí con la intención de por fin estabilizarme, no volver a mudarme y empezar a estudiar una carrera, eso sí, sin dejar de trabajar. Todo iba bien, la verdad, hasta que un día, mis compañeros de piso me dijeron que estábamos confinados. Al principio no me supuso ningún problema, pues yo era feliz en mi habitación con mis matemáticas y sin nadie que me molestase. 

Los días fueron pasando y los problemas de convivencia llegaron. A veces me despejaba yendo a la compra, luego veía el barullo de gente amontonada y se me quitaban las ganas de salir si quiera a comprar, hasta que pasé por aquella librería a la vuelta de la esquina y la vi. Era una chica bastante parecida a mi físicamente, tenía el pelo corto, moreno y liso, su piel era blanca y su cuerpo atlético y aunque fuese unos centímetros más baja que yo solo tendría que inclinarme un poco o cogerla en brazos para besarla. Ariel se llamaba, lo supe por la chapita que posaba encima de su pecho, sujeto en aquel polo azul que era su uniforme. La librería era pequeñita y muy acogedora, el servicio exclusivo, libros técnicos y material artístico. Tenía un rinconcito donde poder sentarse, tomar un café de máquina y leer o estudiar, ese sitio era maravilloso, lástima que estuviese inhabilitado por razones de seguridad. Salí de allí con dos ejemplares, Elementos de Análisis Matemático y Matemática Discreta y Lógica Matemática, escritos por varios matemáticos como María E. Ballvé y Mario Rodríguez. Recuerdo que me pareció una mujer poco común, seria, en sus ojos, pero que no dejaba de sonreír, y al atenderme fue tan simpática y elocuente que noté el calor de mi tierra, Andalucía. 

Pasada una semana volví a ir y a la semana siguiente también. Acabó siendo un ritual semanal donde me dejaba un dineral en productos que ni siquiera necesitaba solo por verla y escuchar su voz un minuto. Ser tan asidua la cambió; nunca olvidaré su sonrisa, detrás de aquella cristalera, al verme llegar, como si me estuviese esperando. Yo era bastante puntual, no fallaba al encuentro, nos veíamos todos los viernes a las 18:00 en aquella librería. Sabía que ella se daba cuenta del asunto pues empecé a vestirme todo lo sexy que podía para visitarla, me perfumaba exageradamente para que recordase mi olor al llegar a su casa. Las conversaciones eran muy básicas, ciñéndose siempre a la relación trabajadora-clienta y continuamos así dos meses.

Repentinamente, en Mayo, cuando todo comenzaba a relajarse y empezábamos a poder salir de casa, a movernos entre ciudades, nos comunicaron a mis compañeros y a mí que vendían el piso y debíamos mudarnos cuanto antes. Encontré una pequeña casita con dos chicas inquilinas en un pueblo vecino. Estuve pensando seriamente si debía despedirme de Ariel o irme sin más y llegó el día de la mudanza. Era viernes en la mañana, lo tenía todo listo para irme, el taxi esperándome pero en el último momento sentí la necesidad de ella y fui corriendo a buscarla. Sin embargo al llegar vi que no estaba.

·         No puede ser, ¿es demasiado tarde? (Pensé)

Cuando estaba a punto de darme por vencida, con el taxi pitando en la esquina, se me ocurrió la valiente idea de escribirle una nota. Rápidamente cogí el primer bolígrafo y papel que había por allí, cerca del mostrador, donde el dependiente de turno me miraba perplejo, y escribí:

"Hola Ariel, ¿cómo estás? Me voy de Palma, estaré a unos 25km de aquí. Sinceramente no quisiera que dejásemos de hablar y de vernos, me gustaría conocerte más. Te dejo mi número de teléfono a la vuelta de la hoja. Atentamente, Arlet."

Ahora solo quedaba confiar en que aquel desconocido, compañero de trabajo de Ariel, fuese mi mensajero y esperar. La preocupación y la duda me asaltaban de camino a la nueva casa pero el estrés causado por la mudanza, mis gatas, el taxista, el desorden, mantuvieron mi mente ocupada.

Al llegar la noche,  ya no quedaba nada más que hacer, conseguí el orden necesario para sentirme como si viviese allí desde siempre. No pude evitar pensar en ella, me acomodé en mi nueva cama, bastante cómoda, y me dispuse a elegir el juguetito más silencioso que tuviese, así mis nuevas compañeras, Sahara y Deniska, no se asustarían demasiado el primer día de convivencia conmigo. Me decanté por el suave succionador de clítoris y unas bolas chinas, silencioso y eficaz, pues imaginando las tetas de Ariel botando en mi cara, sentada sobre mí, refregándose conmigo y mis manos jugando con su culo, no tardé más de dos minutos en correrme.

Después de bajarme de la intensa cúspide del orgasmo, la eché de menos. Qué tontería, ¿cómo podía anhelar algo que nunca fue mío? Sonó el teléfono y me sentó como un jarrón de agua fría que me devolvía a la realidad. Era ella, no lo podía creer, ¿me habría quedado dormida después de tocarme y estaba soñando? Me puse nerviosa pero no dudé en contestar.

·         ¿Dónde te has ido, Arlet? (Con voz decidida)

·         Hola Ariel, me he venido a Son Ferrer.

·         ¿Estás ocupada?

·         Eh, no, no, estaba aquí... (Guardando torpemente mis juguetes)

·         Pues voy para tu casa, ¿vale? (Sin dejarme terminar la frase anterior)

·         Mmm, vale, calle Laurel, número 5, aquí estaré.

La conversación no duró ni 30 segundos, pero para mi fue sublime, estaba emocionada aunque su seriedad me confundía un poco. Menos mal que tenía la casa bien bonita, la nevera llena y el cuarto bien seductor con las luces rojas que tanto me gustan y mi cartel de neón con las siglas "XXX" encima de la cabecera de la cama, lo único que necesitaba era cambiarme.

Analizando un poco la situación que acababa de ocurrir, por mucha carita de angelito que tuviese mi querida Ariel, la manera tan directa y segura de hablarme esta noche, me daba a entender que en su cabecita había algo de perversión, como en la mía. Elegí el conjunto de lencería negro, que consta de unas medias cortas con un encaje que rodea el muslo, el liguero que las conecta con una tira que sube por mi ombligo, pasando entre medio de mis pechos y llegando al cuello, donde se fusiona con un collar pegado. Las braguitas, medio tanga, eran abiertas por el centro para facilitar cualquier cosa que pudiese pasar. Opté por tapar aquella armadura con un vestido de hombros descubiertos.

Traje al cuarto un par de cervezas y algo de fruta; me encantaba posar los pies descalzos en la alfombra que traje de Marruecos y que adornaba el bajo de la cama. Estaba entretenida pensando en la suavidad de aquella lana cuando se abrió la puerta detrás mía. 

Mis compañeras la habían dejado pasar y aquí estaba, mirándome como la tigresa mira a su presa. Lo que ella no sabía es que la presa no era yo. Se percató cuando cambié la mirada de intimidada a intimidante y fui acercándome a ella. Se quedó bien quietecita, aceptando lo que le esperaba, pues ella lo había buscado.

Una vez enfrente, me arrodillé y le quité los zapatos sin entretenimiento. Llevaba unas medias que no tardé en arrancar para pasar mi lengua por el interior de sus piernas y subir poco a poco hasta llegar a las ingles. Cerraba los ojos, echaba su cabeza hacia atrás dejando al descubierto, por un par de botones desabrochados, sus pequeños y erizados pezones. La faldita era lo mejor... Podía imaginarme lo que tenía debajo de ella y sin quitársela meter la mano suavemente. Me levanté para verla bien, me hice hueco en sus braguitas y pasé mis dedos índice y corazón por sus labios exteriores, notando cómo humedecía. Podía morderle el cuello o pasar la lengua por su boca a la vez. Quiso gemir cuando mis dedos entraron en su coño pero la obligué a callar besándola y sonó un grito de ahogo. Sus tetas me estaban llamando, fui a verlas, chuparlas y manosearlas sin dejar de mover mis dedos dentro de ella con una maniobra que dice "ven aquí" y ella más se venía. Podía quedarme a vivir en sus pechos del tamaño perfecto con mi mano en su entrepierna. A ratos agachaba la cabeza para mirarme y su pelo rozaba mis mejillas como si me acariciase. Sería feliz desayunándola todos los días.

Cuando se había corrido un impulso recorrió su espina dorsal, sus manos agarraron mi cuello, sus ojos me decían "no te vayas" y mi cuerpo gritaba "tranquila que no me voy a ir". La cogí en mis brazos, la llevé hasta la puerta por la que había entrado y apoyándola sobre ella, con sus piernas rodeando mi cintura, volví a meter mis dedos en ese coñito tan mojado. Los movimientos de mi mano se hicieron más fuertes, llegando incluso a más profundidad que antes. Me encantó oírla gritar sin censura alguna posible, notarla dilatar y chorrear por sus piernas con la faldita subida y arrugada en su cintura. Necesitaba chupar su juguito y lo haría. 

Recuerdo que me la llevé a la cama para tumbarla y su rostro reflejaba asombro, como si no pudiese creer lo que había sucedido e iba a seguir sucediendo. Sus manos no paraban quietas, se agarraba el pelo, se tapaba la boca, se mordía el brazo, se chupaba los dedos, me acariciaba el pelo y me giraba para que la viese jugar con su lengua. Yo jugaba con sus pezones, los mordía, pasaba la lengua y luego soplaba suavemente sobre ellos, viendo la dureza que iban adquiriendo y cómo su cuerpo se retorcía cual lagartija. Pasaba mis manos por su vientre, me paraba en el ombligo y continuaba por sus piernas, tan suaves. Era la hora de quitarme el vestido, necesitaba entrelazarme con ella, sentir su ser con el mío. Solo de recordar mis pezones rozándose con los suyos se me agita la respiración, porque qué sensación aquella, es algo que podría estar haciendo horas y no me cansaría, notar sus pechos desnudos, pegados a los míos... ¡Dios!

A pesar de la rica sensación no me quedé ahí, como ya dije antes, necesitaba probar el sabor de su juguito, quería lamerlo todo  y ella lo sabía, su corazón latía con fuerza. Mientras bajaba ella erguía la cabeza para ver como llegaba a su monte de venus, cuál crónica de una muerte anunciada, como la presa que sabe que va ser devorada. Le abrí las piernas que tenía flexionadas y mi lengua, relajada, no titubeó ni un instante, se acercó a sus ingles, pasó por sus labios exteriores, besando con suavidad, haciendo notar el calor de mi aliento, bajando hacia la zona perianal, subiendo buscando el clítoris, metiendo un dedo en su coñito abierto de vez en cuando y jugando con su culo y mi saliva. Quedé pegada como una lapa al botoncito de su clítoris que la hacía encogerse y sin bajar el ritmo, mi lengua se puso dura y se movió de lado a lado, casi en círculos, nunca de arriba abajo. Ella me atrapaba, dándome señales para que siguiese así y no parase hasta que noté todo su orgasmo bajando por mi lengua y recorriendo los huecos de mi boca. Me estaba poniendo demasiado cachonda, sabía a gloria, fue la guinda de mi pastel, ya no podía más, tenía fiebre. Ariel pareciese que se percató de mi estado y de repente, con energía nueva y renovada, con un nerviosismo exhausto, se levantó, echó mano de la mochilita que traía consigo, sacó un arnés negro con un dildo ya colocado de unos 13 cm y sin rodeos y con una habilidad técnica impresionante se lo colocó y vino hacia mí. Pasé a ser la ratoncita que iba a ser devorada por la felina. Su iniciativa me dejó embobada y ansiosa. Se colocó encima mía pero no tardó en darme la vuelta bruscamente. Me puso boca abajo en aquella cama, me mordió la nuca, me abrió las nalgas y me la metió suave, directa y profundamente, tanto que gemí y ella, desde atrás, me rodeó con su brazo por el cuello y me tapó la boca. Aumentaba el ritmo poco a poco, empujaba con fuerza, yo me corría y ella paraba 5 segundos, se quedaba quieta con el dildo dentro de mi coñito y luego volvía a darme con fuerza, aumentando el ritmo de nuevo para que me corriese otra vez... 

Maravillosa partida la nuestra.

Nuestros cuerpos cayeron rendidos sobre el colchón, en trance, desorientados. Ariel preguntaba irónicamente que dónde estábamos, si en el cielo o el infierno o simplemente ardiendo encima de las nubes. Me acerqué cariñosamente a sus mejillas, la besé y acariciándole el poco pelo que tenía en su pubis, con ella entre mis brazos, nos quedamos profundamente dormidas.


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