LA CHICA DEL DIVÁN ROJO


          Fran conoció a Lisa en La Alameda, el parque más bello de la ciudad. Ella estaba sentada en el extremo de un banco, pensativa, observando el estanque que había a escasos metros. Fran paseaba escuchando música por sus auriculares cuando se fijó en aquella chica que, cruzada de piernas, dejaba al vientecillo de la tarde juguetear sutilmente con su falda.

Lisa tenía el cabello oscuro, cayendo, como una cascada azabache, por sus hombros. También tenía unos ojos grandes, y una mirada melancólicamente ausente en aquel momento. Fran no pudo vencer la tentación de acercarse hasta aquel banco y sentarse en el otro extremo del banco, junto a la bella muchacha. Ella le miró y se saludaron con una tímida sonrisa. La postura que había tomado en el asiento le ofrecía unas hermosas vistas de los muslos de Lisa.

Fran, sin dudarlo, abrió su carpeta, sacó un folio y un estuche de metal. Mirando silenciosamente a la chica comenzó a dibujar aquel cruce de piernas. Cuando ella miró al lado y se dio cuenta de que aquel hombre la estaba pintando se sorprendió mucho. Fran le dijo que le regalaría el dibujo, y Lisa le respondió que le gustaría que aquel dibujo no fuera sólo de sus piernas, sino, a ser posible, de cuerpo entero. Él, ante esa propuesta, paró de hacer trazos en el papel y la miró pensativo. Tras unos segundos, respondió que le encantaría pintarla sobre un lienzo. Los dos se despidieron, pero antes, quedaron en verse en la buhardilla que Fran utilizaba como estudio para pintar sus obras.

A la tarde siguiente, Lisa, bastante nerviosa, se puso en camino hacia el centro. La buhardilla estaba en una callejuela paralela a la calle más comercial de la ciudad. Cuando se encontró frente a la puerta del estudio, respiró profundo y llamó al timbre. En seguida le abrió Fran y la invitó a pasar muy educadamente. Dentro estaba todo preparado, las pinturas, el lienzo…, y al fondo, junto a una pequeña ventana entreabierta, el escenario donde ella posaría, un viejo diván rojo.

Lisa, entre risas, le confesó que estaba muy nerviosa, pues era la primera vez que posaría para un pintor. Poco a poco fueron conversando y bebiendo algunas copas de vino, hasta que desapareció la tensión inicial y llegó el momento de ponerse manos a la obra. El pintor tomó de la mano a la modelo y la sentó en el diván. Le dijo que se desnudara y que se tumbase de costado, mirando hacia donde estaba el atril. Ella lanzó un pequeño suspiro y procedió a quitarse muy lentamente el vestido, luego se desabrochó el sujetador y, pensándoselo mucho, se bajó sus braguitas. Toda su ropa la depositó en una silla de madera que había en un extremo de la habitación. Fran la observaba desde su banquillo, pincel en mano.

Lisa estaba ya completamente preparada para ser inmortalizada en el lienzo; tenía unos senos pequeños pero muy bien formados, sus pezones estaban erectos, por los nervios y por el cambio de temperatura al desnudarse. En su vientre, una pequeña constelación de lunares hacían aún más bello y misterioso su cuerpo. Y sus piernas… qué decir de sus piernas. Estaba bellísima.

Entre trazo y trazo, Fran la miraba con oculto deseo, mientras dibujaba sus labios, sus pechos, su pubis, imaginaba que sus manos iban acariciando esos lugares aún prohibidos. Lisa, desde el diván, observaba cada movimiento del pintor, cada mirada, cada gesto. Transcurrían los minutos acompañados de un silencio cómplice, solo sus respiraciones lograban romperlo grácilmente. La joven, cansada de mantenerse en la misma postura durante tanto rato preguntó si podía hacer un breve descanso para estirar las piernas. Fran accedió. Envuelta en una toalla de baño se paseaba por la habitación con la copa de vino en la mano, miraba los demás cuadros que Fran tenía colgados en la pared y de vez en cuando le dedicaba alguna mirada al pintor. El muchacho poseía una gran obra pictórica, sin duda estaba dotado de mucho talento. Había allí lienzos aún por acabar apoyados en los muebles. Le encantaba aquel ambiente bohemio, y el fuerte olor a pintura y disolvente la embriagaba.

Pasaron varias horas más posando y pintando, aunque esa segunda parte de la sesión fue amenizada por la música de Chopin. La noche iba cayendo sobre los tejados de la ciudad. Fran le dijo a Lisa que ya podía acercarse a ver la pintura. Allí estaba, sobre el lienzo, el cuerpo desnudo de Lisa, y aunque faltaban por pulir algunos detalles, ya se apreciaba que era una gran obra. Lisa se emocionó tanto que le dio un espontáneo abrazo de admiración y agradecimiento. Fran sintió aquel cuerpo cálido y perfumado, sus manos tocaron la espalda de Lisa y cuando ella fue a soltarse, apretó instintivamente los brazos. La chica levantó la cara, sonrió y muy despacio se fundieron en un beso largo, de esos que duran una eternidad. Los labios derretidos, las lenguas entrelazadas, sus pulsaciones acelerándose por momentos. Las manos de Fran fueron bajando por la espalda hacia las nalgas. Lisa le quitó la camisa y sin saber bien cómo, acabaron rodando por el suelo, cuerpo contra cuerpo.

Fue algo muy excitante para los dos, a ratos tierno, a ratos salvaje, y entre pinturas, vino y orgasmos, vieron amanecer desde el desván. Pequeños rayos de luz penetraron por la persiana despertándolos de aquella ardiente noche.

Ahora, años después de aquel encuentro, Lisa está casada y vende móviles en una tienda del centro. Fran sigue paseando su soltería por el parque, en busca de inspiración para seguir pintando sus cuadros. La pintura titulada La chica del diván rojo, está expuesta y se puede visitar en la exposición permanente que el autor posee en una famosa galería de arte.

 

Miguel Ángel Rincón.

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