EL PROFESOR por Ane Zubieta

Tenemos amigos lectores y lectores amigos, y entre todos ellos siempre hay a quien también le gusta escribir, y como buenos amigos comparten con nosotros sus escritos. En esta ocasión presentamos a Ane Zubieta con su primera colaboración. Esperamos que os guste como a nosotros. 

Por fin había hecho amigas. Llevaba más de nueve meses viviendo delante de la puerta principal de la universidad y aún no conocía a nadie. María estudiaba derecho. Era una chica risueña, le gustaba gastar bromas típicas de estudiantes. Recuerdo que insistió en que llamara a uno de mis contactos telefónicos y le contara una historia improvisada e inventada usando las palabras que ella escribió en un papel. Llegamos a tener confianza; un día me confesó que le gustaba un hombre pero que su relación sería imposible porque era su profesor. Aquel mismo día recibí la nota del examen de física de la semana pasada. Había suspendido con un 4. 

El profesor de física era un hombre alto, siempre le había dado un aire a científico loco. Loco pero sexy pues sus pelos alborotados solo eran un claro signo de que le resultaba más importante el contenido de sus clases que peinarse por las mañanas. Llegaba siempre tarde. Yo lo imaginaba sentado, bebiendo café, solo, quince minutos antes de que empezaran las clases, mirando fijamente al horizonte y pensando en la infinitud o en el movimiento ondulatorio de las olas. 

A veces combinaba cierta ropa elegante como una americana vieja marrón con un pantalón vaquero y unos zapatos de cuero; otras lo veías con lo primero que encontraba por casa. Solía ser unos pantalones finos, blancos, con unas sandalias y una camiseta cualquiera casi transparente del uso, que me recordaba a mí misma tumbada en la playa y divagando sobre el universo y las matemáticas. No quiero compararme con él, pues es un físico teórico muy inteligente y muy sabio: aparte de saber acerca de diferentes ámbitos, cobra por ello. 

Cuando procedió a darme una serie de consejos y explicaciones sobre mis fallos en el examen me sentí más feliz que nunca. Mientras él hablaba sobre el sentido del campo magnético, el movimiento de un electrón dentro de él, mientras enunciaba las leyes de Faraday, Lenz, de Biott y Savat, yo escuchaba embobada a la vez que me reía. No podía evitar la risa, pues sus explicaciones me hacían sentir bien, en paz, ponían un poco de orden en el caos de mis pensamientos. 

Mi risa le provocó interés. Vi como sacaba conclusiones en su cabecita de físico teórico mientras me preguntaba el porqué de mi risa. Jamás se lo hubiera dicho. Eso le molestó, ¿cómo no le iba a molestar? Si al igual que yo, lo que más odiamos es que nos nieguen el conocimiento de las cosas. Su molestia la noté muy sutilmente cuando comenzó a debatir conmigo el resultado de uno de los problemas del examen. Siguiendo con un tono bajo y cálido decía que mi razonamiento no tenía "ni pies, ni cabeza", y yo intentaba explicarle el sentido que le había dado. Normalmente te escucha, pero como estaba molesto no lo hacía, lo que me producía aún más risa.

Nuestra sesión de estudio acabó con el sonido de un estúpido timbre que me obligaba a cambiar de clase y de profesor; esta vez el primero en levantarse y marcharse fue él. Reflexioné durante toda la hora siguiente "¿Le habré molestado? ¿Habrá pensado que me reía de él?" No podía con la angustia, así que fui a buscarlo y a disculparme. 

Lo pillé en el pasillo, a punto de entrar en el despacho y me miraba sonriendo muy falsamente, se le notaba de manera exagerada. Su rostro cambió cuando lo cogí del brazo. Se me escapaba, no quería hablar conmigo, pero cuando entramos en contacto se paralizó. "Quiero disculparme por lo de antes, ha parecido algo que no era, espero que no piense lo contrario" Le dije. Eso le gustó, su risa lo delataba. "Tengo hora libre ahora, déjeme invitarlo a un café, por favor" Propuse antes de que se fuese. Para mi sorpresa, accedió. 

En la cafetería no hablamos de nada, solo estuvimos ahí sentados disfrutando del café, eso sí, ninguno dejaba de sonreír. A la hora de pagar, cada uno sacamos nuestros noventa céntimos correspondientes, recuerdo que me hizo mucha gracia y pensé "fíjate, si es como yo", pues ninguno esperábamos del otro que nos invitase.

Saliendo de la cafetería de la universidad, al ver que todo se había calmado, insistí en continuar con la corrección del examen. Segunda sorpresa para mí, volvió a acceder, aunque esta vez me invitó a que lo hiciésemos en su casa. No le hacía falta excusa para invitarme, yo lo imaginaba como un hombre ocupado y supuse que tendría que hacer algo urgente allí. Llegamos en menos de dos minutos, me di cuenta de que vivía en la misma universidad lo que reforzaba más mi teoría de científico. Su casa era un estudio de unos cincuenta metros cuadrados con un pasillo, un baño y una habitación de más. Una cama de matrimonio con sábanas rojas estaba frente a una barra americana que separaba el dormitorio de la cocina de un modo muy estético. En una esquina había un sillón verde, feísimo aunque elegante, se notaba lo viejo que era, al contrario que todo lo demás. La luz que entraba por un precioso ventanal que ocupaba toda la pared, justo enfrente de aquél sillón rasgado, te deslumbraba, haciendo pasar uno de sus rayos por un prisma que había en la mesita de noche y que descomponía la luz en sus siete frecuencias, dejando un precioso arcoiris en la pared. Ahí estaba el escritorio, lleno de papeles, algunos ordenados otros por el suelo. El modo en el que estaban colocadas sus gafas daba a entender que la noche anterior había trabajado hasta tarde, o simplemente eran imaginaciones mías. 

Una vez examiné la casa completa, cosa que no me llevó más de diez minutos, proseguí a entrar en materia. No quería parecer pesada, así que me preparé un tono de voz dulce y lento en mi cabeza, y una sonrisa inocente en la cara. Sin embargo hubo otra sorpresa, la mejor. Justo cuando intenté pronunciar palabra, él estaba muy cerca de mí, tanto que notaba su perfume buscando hueco en mi nariz, y sentía sus ojos analizando como hacían los míos con él. No pude decir nada, me quedé bloqueada con la sonrisa de niña tonta, ahí, de pie, quieta, observando su cuerpo desde la base hasta la tangente de su altura y me besó. 

El beso fue más pasional de lo que podría haber imaginado nunca de dos adictos a los números como nosotros. Tenía unos labios carnosos y llenos de sabor. Noté sus manos agarrando mis brazos cuidadosamente, sentí como si posara mercurio fundido sobre el bloque de hielo que era mi piel. Esa sensación de quemarse o derretirse fue tan satisfactoria que me llenó de vida. Se preveía una clase de anatomía a la que opté por ser la profesora. Ya soñé con un momento así varias veces, sin llegar a creer que esos deseos ocultos fuesen ciertos, pero allí estaba, tumbando a mi profesor de física en su viejo sillón a la vez que lo besaba con un ansia uniformemente acelerada y le quitaba su camisa de cuadros mal abrochada. Cuando lo había desnudado por completo me senté encima suya. Él agarraba mis nalgas como si lo deseara de toda la vida. Yo me quitaba la parte de arriba para dejar a su vista mis redondos pechos y así juzgara su volumen y firmeza. 

Quedaba claro que era un hombre con experiencia, por como colocaba su mano en mi mejilla al besarme y la hundía en el cabello para tirar un poco de él hacia atrás y así morder mi cuello. Yo deseaba lamerlo entero; quería descubrir la curvatura de su cuerpo y el crecimiento de su función, así que me dispuse a ello. Al llegar a sus ingles descubiertas me pensé dos veces qué hacer, si continuar hacia abajo o pararme ahí un rato. Miré de reojo, a un lado y a otro, y me decidí por lo segundo. Llené mi boca con todo lo que pude; en mi imaginación estaba ante un polo de fresa, el más inteligente del mundo. Sus dedos estuvieron buscando mis huecos por todos lados; jugueteó con todo lo que encontraba al paso, mis pezones, mis orejas, mi ombligo, mi clítoris... Después de jadeos, espasmos, impulsos, gritos, después de arder por dentro y mojarme por fuera, decidimos al unísono desahogarnos. 

Hicimos el amor encima de las sábanas rojas, con el ventanal a la izquierda. Me recuerdo boca abajo, él detrás, rodeándome con sus brazos sin dejar que los míos se movieran, apretando mis pechos con sus manos y penetrando su sexo contra el mío a velocidad constante, cuando lo escucho susurrarme al oído en voz baja: "el sentido de una corriente eléctrica viene dado por la regla de la mano derecha", noté sus manos abriendo mis nalgas, "el vector campo magnético y el vector longitud del cable forman noventa grados", introdujo el índice en mi estrecho agujero. Nunca había probado tal cosa, sin embargo entre la sorpresa y la novedad, solo deseaba que metiese lo que en mi vagina estaba. 


Nos quedamos dormidos, desnudos sobre la seda. Para cuando desperté era de noche y las dudas empezaban a molestar en mi cabeza. Aproveché mi insomnio para marcharme sin hacer ruido; fui sorprendentemente sigilosa al reunir de nuevo toda mi ropa y vestirme, no tanto al esquivar los numerosos objetos del pequeño estudio. Aún así conseguí no despertar al profesor que soñaba plácidamente cuando cerré la puerta.

Llegué a casa a eso de la una de la madrugada, cuando mis compañeras de piso yacían cada una en sus respectivos cuartos. 

A esa hora la casa estaba fría, la oscuridad penetraba en el salón. El silencio lo inundaba todo de un ruido ensordecedor interrumpido por el piar de los pajarillos revoloteando cerca de la ventana. De ellos aprendí que la ciudad nunca duerme.

Recuerdo que la ausencia del calor que desprendía el cuerpo de aquél hombre me hacía sentir la soledad en lo más profundo de mis huesos, y sobre todo, de mi mente. Me senté a reflexionar acerca de lo que había ocurrido entre mi profesor de física y yo. Saboreaba un estupendo té que me trajo un chico de Marruecos, mientras mi voz interior hablaba, mejor dicho, me torturaba: "¿Qué has hecho? Otra vez caíste en las garras de la tentación. ¿No eres capaz de aguantar los deseos y decir que no a la lujuria?" Me decía.

Mi voz interior sabía que yo había llegado aquí con la intención de ser un ratón de biblioteca, para estudiar y aprender lo máximo posible sobre la física y las matemáticas. No podía permitirme sucumbir a los placeres mundanos y menos con el profesor de física (recordaba las palabras de mi nueva amiga María). Esa no era la manera de aprender dinámica, por muchos movimientos que hubiésemos hecho. Aunque bueno, mi yo, haciendo un esfuerzo por ignorar a su voz interna, opinaba que las consecuencias llegan y no vale lamentarse, además disfruté, disfrutamos mutuamente, ¿qué podría tener de malo algo que se ha disfrutado, algo como el sexo?. 

Solo me quedaba descansar y preguntarme cómo reaccionaríamos al día siguiente, en clase.

Algo que sí tenía claro era mi tendencia platónica a idealizar, así pues razoné y acabé reconociendo que cabía la posibilidad de que mi profesor no fuese tan maduro como yo lo había pintado y en ese caso, que mis clases de física hubiesen llegado a su fin. Si se mostraba ignorante hacia mí y hacia toda aquella fogosidad que hubo en su habitación demostraría el toque de inmadurez postcoital que diferencia a muchas personas, pues la pasión fue tanta que casi pude ver envuelta en llamas aquella cama, algo imposible de ignorar, como el límite temporal de la estrella solar.

Una vez acabado el té me dispuse a ser vencida por el sueño. No me moví siquiera del salón, allí quedé con los ojos cerrados, dejando de pensar y dando paso a la imaginación, comenzando a recrear lo sucedido en el día. La repetición de numerosos detalles en mi cabeza consiguieron activarme de nuevo.

No era necesaria su presencia, me bastaba con la imagen que tenía de él. Encontré su belleza infinita multiplicando los puntos desde donde mirarlo y a donde mirarlo. Lo sentía conmigo, casi podía oírlo susurrándome sus teorías cuánticas. La piel se me erizaba pues pareciera que su cabello rozaba mis pezones. Estaba decidida a entregarme a la pasión de aquellos recuerdos y lo hice. 

Cuando llegué a la cúspide de aquél orgasmo en solitario, un escalofrío recorrió mi cuerpo cuál gota de azahar cayendo sobre el tronco de una magnolia en el rocío, dejándome prácticamente sin fuerzas y haciendo ganar la partida al sueño. 

Todos mis temores desaparecieron la mañana del día siguiente. Había dormido plácidamente y me sentía descansada, con energías y ganas de empezar las clases. Recuerdo que me puse el mejor de mis vestidos, el pelo recogido y un pañuelo de la misma tela y color que aquellas sábanas que se posaron sobre mi piel el maravilloso día anterior. El carmín sobre mis labios florecía y yo estaba hecha un manojillo de nervios. 

A primera hora, después del café, tenía clase de física, sé que íbamos a comenzar un nuevo tema, uno muy interesante, la física cuántica, aquella que demuestra que los sistemas microscópicos son parecidos a los macroscópicos. Ese día llegué temprano, me senté en mi sitio, preparé mi mente para la llegada del profesor y los materiales necesarios para la clase: papel, lápiz y calculadora. Sabía que tal y como entrase al aula el profesor de física, instantáneamente, comenzaría a analizar su reacción. No dejaba de pensar en sus labios sobre los míos mientras colocaba el lápiz en posición vertical en el lado izquierdo del folio. Sonó el timbre que daba comienzo a la clase y como de costumbre esperamos 10 minutos a que llegara el profesor. Y llegó. 

Allí estaba entrando por la puerta con aire apresurado y su maletín de cuero de unos 10 años de antigüedad cuando me miró fijamente y ...

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